El ministro Meternich sabe que hay que detener las revoluciones antes de que empiecen. Por eso ha invitado a los mandatarios de Rusia, Inglaterra y Prusia a pasar unos días conversando en Viena. Poco se imagina que la celebración de ese congreso atraerá la curiosidad de todos los gobiernos del mundo y que lo que debía ser una reunión sencilla se convertirá en la fiesta del siglo. No es fácil separar las negociaciones territoriales de los conflictos amorosos, los debates ideológicos de las simples luchas de ego… Cuesta saber cuándo estamos celebrando y cuándo estamos trabajando. Mientras tanto, el regreso de un antiguo enemigo nos hace imaginar, por un instante, que quizás las cosas podrían ser de otro modo.